El ocaso de los moderados por Sergio Berensztein

El ocaso de los moderados por Sergio Berensztein

Desde diciembre, la confrontación entre oficialismo y oposición ha venido creciendo de forma gradual pero ininterrumpida. Volvieron las chicanas, los retos y los pases de factura.

A medida que avanza el gobierno de Alberto Fernández, la confrontación entre oficialismo y oposición ha venido creciendo de forma gradual pero ininterrumpida, alcanzando esta semana límites extremos. De manera temprana, su administración debió enfrentarse a un hecho extraordinario, fuera de toda previsión: la pandemia por COVID-19. La coordinación efímera entre el jefe de gobierno porteño, los gobernadores de distinto color político y el presidente Fernández sorprendió a más de uno. Argentina parecía estar demostrando una respuesta madura y sensata frente a la emergencia. Pero la mesura y la armonía duró poco. Con el correr de los meses, conforme fueron apareciendo las chicanas, los retos y los pases de factura, la relación se fue desgastando. Alberto Fernández ya no ve a Rodríguez Larreta como alguien con quien deba sentarse a coordinar una respuesta frente a la crisis sanitaria, sino como una amenaza política, debido a que, en el marco de la pandemia, el jefe de gobierno se ha transformado en el dirigente con mejor imagen del país.

En el Congreso las tensiones también fueron creciendo. En un primer momento, el Parlamento se encontró prácticamente paralizado por la cuarentena estricta que implementó el gobierno nacional. Esto para algunos observadores constituye un peligroso antecedente en términos institucionales, pues el ejecutivo se las arregló para desplazar al legislativo al tiempo que dictó un gran número de decretos de necesidad y urgencia, muchos de ellos totalmente ajenos a la pandemia como el de Vicentin o el que interviene el sector de la tecnología de la información y las telecomunicaciones. Recién en mayo comenzaron las sesiones virtuales, y en seguida proliferaron las peleas casi infantiles: la oposición denunció a Cristina Kirchner de aprovecharse de la herramienta tecnológica y silenciar los micrófonos de los senadores de JxC. Pero la confrontación en el Congreso llegó a su pico máximo esta semana en Diputados. La bancada de JxC sostiene que ya está vencido el protocolo que permite el funcionamiento virtual. Sin embargo, el bloque del FdT sesionó de todas formas bajo esa modalidad, aprobando los proyectos de auxilio al turismo y el aumento de las penas frente a la pesca ilegal. Ante esta situación, Elisa Carrió afirmó que Sergio Massa realizó un “golpe institucional” y los legisladores de JxC judicializarán la cuestión. A su vez, el presidente de la Cámara denunció que recibió amenazas contra él y su familia en su celular (alguien habría filtrado su número). Ya no parecen chiquilinadas.

Si estos dos proyectos de menor importancia relativa generaron semejante escalada en las hostilidades, ¿qué sucederá cuando haya que debatir proyectos decisivos y controversiales como la reforma judicial o el Presupuesto 2021? Difícil que en la Argentina de hoy se pueda consensuar temas a mediano plazo y mucho menos reformas estratégicas como las que el país necesita (ni siquiera logran ponerse de acuerdo bajo qué forma van a discutir los temas más elementales). El Parlamento, la Casa de la Democracia, es en teoría el lugar de encuentro de las distintas fuerzas políticas en el que se deben debatir ideas y arribar a consensos que sinteticen la voluntad popular. La democracia deliberativa no se agota en el poder legislativo, pero el debate de ideas sin dudas tiene que llevarse a cabo fundamentalmente en su sede. Hoy ocurre todo lo contrario: no sólo la agenda la define el poder ejecutivo y hay un divorcio extremo con las demandas de la ciudadanía; peor aún, el Congreso es el ámbito de las acusaciones cruzadas, de las discusiones vacías de contenido (por momento las peleas se tornan inentendibles) y las leyes que se sancionan parecen ser expresión de los intereses de una minoría dentro de otra minoría.

¿Hasta cuándo tolerará nuestro sistema democrático semejante degradación institucional? El aumento en las tensiones y las confrontaciones constantes podría derivar en un debilitamiento peligroso de la democracia. In extremis, esto podrían disparar un quiebre de nuestro sistema de representación. Los actores políticos, sin ser tal vez plenamente conscientes de lo que están engendrando, están poniendo en riesgo a las instituciones democráticas, e incluso a lo que ellos mismos representan. El huevo de la serpiente puede incluso engendrarse sin que los protagonistas del sistema político adviertan las consecuencias de mediano y largo plazo de estos comportamientos tan disfuncionales.

Expresiones como el “que se vayan todos”, que se ha vuelto a escuchar tenuemente en algunas protestas de estos últimos días, dan cuenta de esta erosión institucional y el descreimiento que crece hacia la clase política. No siempre la ruptura del sistema es consecuencia de un hecho consciente, sino que puede ser producto del hartazgo y la desconfianza acumulada que los representados sienten hacia los representantes.

Frente a este preocupante proceso de debilitamiento institucional, el brillante politólogo Juan Linz sostenía que lo peor que le puede pasar a un sistema democrático es la abdicación de los moderados. Debe ser este un llamado de atención para la Argentina en momentos en los que las voces de los sectores radicalizados se hacen oír con más fuerza y las de los moderados se acallan (o mutan como consecuencia de las circunstancias). En la medida en que Cristina Kirchner y el Instituto Patria dicten la agenda política del gobierno, los espacios para el consenso se acotan inexorablemente, se acentúa la polarización y, por lo tanto, el distanciamiento ideológico se ensancha. Mientras tanto, actores relevantes que a priori deberían estar velando por la moderación dadas sus credenciales previas y los sectores sociales que representan, como Sergio Massa y la mayoría de los gobernadores del PJ, se han vuelto o bien pasivos en esta lógica de radicalización o, en el peor de los casos, actúan incluso alimentándola. Desde su posición en la Cámara de Diputados, Massa comienza en la práctica a responder a las necesidades e intereses del kirchnerismo duro cuando, al menos en teoría, se suponía que debía contenerlo. Por su parte, Alberto Fernández se mimetiza con el discurso más radicalizado de su vicepresidenta (culpando a los medios de comunicación, confrontando con la ciudad de Buenos Aires, aumentando el direccionismo económico y hasta justificando la comisión de delitos siendo profesor de derecho penal). En tanto, los gobernadores más moderados quedan presos de la necesidad de recursos fiscales y prefieren callar antes que demandar una mayor cuota de participación en la toma de decisiones para mitigar la influencia de los segmentos más duros del FdT.

Sin embargo, el giro hacia la radicalización puede tener un límite, ya que podría generar costos electorales para el FdT el próximo año. Cristina Kirchner ha demostrado ser pragmática para competir electoralmente, pero resultó ser muy dogmática y confrontativa a la hora de gobernar. La pregunta clave es si el desgaste que viene experimentando el FdT en la opinión pública y el recurso de esta dinámica de polarización extrema no van a generar un daño perdurable en el electorado independiente, que es crucial para ganar las elecciones. Cada vez que se radicalizó, Cristina experimentó duras derrotas electorales (2009, 2013, 2015, 2017). Por el contrario, cada vez que se moderó, pudo conseguir victorias trascendentes (2005, 2007, 2011, 2019). El enigma entonces consiste en delimitar las consecuencias electorales de esta impronta personalista y extrema que Cristina impone al gobierno del FdT.

Fuente: TN

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