El hotel maldito de Mar del Sur

El hotel maldito de Mar del Sur

Las extensas playas atlánticas guardan secretos y leyendas. La combinación de cambiantes médanos, el rumor del viento, el salitre que gobierna todo y el misterio del mar son el marco de este atrapante relato en el que no faltan nazis ni piratas.

Hace un par de inviernos, visité en el mínimo pueblo de Mar del Sur, que está a unos 15 kilómetros al sur de Miramar, al legendario Boulevard Atlántico Hotel, todavía en pie, pero arruinado: un mastodonte sobreviviente de diluvios, tempestades, lejanas epopeyas y extrañas muertes.

Para algunos, es el hotel más antiguo de la Argentina. No sabemos si le hubiera hecho sombra a Mar del Plata, pero ese era el propósito, cuando Fernando Julián Otamendi que tenía 400 hectáreas para aprovechar frente al mar tuvo el sueño de hacer un balneario, al estilo Biarritz en Francia. Él subdividió el terreno en lotes, diseñó planos e inicio la construcción del opulento Boulevard Atlántico Hotel.

Pero las crisis económicas en la Argentina rompen todos los sueños. Claro, confiaba en la extensión del ferrocarril que ya había llegado hasta Mar del Plata. Pero llegó la crisis económica que puso en jaque el gobierno de Juárez Celman en 1890 y el hotel paró su construcción cuando el ferrocarril desistió de llegar hasta Mar del Sur y se fue cubriendo de arena.

Eduardo Gamba, en una entrevista con TN (Imagen archivo TN)
Eduardo Gamba, en una entrevista con TN (Imagen archivo TN)

Algunos me dijeron en Mar del Sur que el hotel está maldito, que nació con mala estrella, que nada de lo que pudo haber sido, se concretó, que estaba llamado a ser la estrella de la costa, más importante aún que los espectaculares hoteles de la belle epoque en Mar del Plata. Pero ni siquiera llegó a tener la inauguración soñada, cuando, de algún modo, ya empezaba a respirarse el tobogán de la decadencia.

Esta es su historia y, sobre todo, la de su último pasajero, Eduardo Gamba, que ya es parte de lo que queda de aquel sueño que se transformó en pesadilla.

El hotel maldito

El mar está a escasos cien metros del Boulevard Atlántico Hotel. El lugar había sido fundado en 1885, en estilo francés, y pensado para turistas europeos. En un principio, la ciudad de Mar del Sud se llamó Boulevard Atlántico, como el hotel. El hotel dio nombre a la ciudad. Para ese objetivo, era necesario que los futuros compradores de lotes tuvieran un hotel dónde hospedarse y también los turistas interesados en hacer casas cerca del mar. La ausencia del tren echó por tierra todas las ambiciones. Pero hagamos un poco de historia.

En medio de las dunas, el hotel fue fruto del despropósito, hijo de aquel tiempo en el que todo parecía ser posible en la Argentina, un país que no admitía tener límites. Aquel país sobre el que se escribía en la famosa Enciclopedia Británica: “La Argentina está llamada a ser tan importante como Estados Unidos”.

Lo construyó Carlos Mauricio Schweitzer, un emprendedor que era presidente del Banco Constructor de La Plata y al que se lo considera el fundador de Mar del Sur. Schweitzer se obsesionó en terminarlo -hay que imaginarse llevando en carretones todos los materiales- y lo hizo. Pero la crisis de 1890 hizo quebrar su banco: la inversión en el hotel fue desastrosa y eso lo llevó a suicidarse dos años después. Fue la primera muerte.

Todo salió mal: el hotel nació con la sombra de la fatalidad.

El hotel fue posteriormente rematado y sus adquirentes decidieron habilitarlo como tal, en 1904. Abrió sus puertas, pero llegar era una aventura entre huellas que se tapaban por las dunas. El público se componía principalmente de empleados jerárquicos del ferrocarril y de familias que poseían campos en la zona. Llegar era difícil, hoy casi podríamos verlo como turismo aventura. El clima era salvaje y había pocas posibilidades de diversión: bochas, cabalgatas, tiro a la paloma.

El proyecto del hotel (Imagen Museo de Miramar)
El proyecto del hotel (Imagen Museo de Miramar)

Los primeros inmigrantes

El esplendor –si se le puede llamar así- llegó en 1920 y duraría medio siglo. Nunca fue lo que se había soñado. El hotel para ricos nunca pasó de ser un hotel para gente de clase media que quería conocer una playa solitaria. Todo salió mal, nació con la sombra de la fatalidad. No hubo inauguración con bombos y platillos. Y pocos saben que los primeros huéspedes no fueron caballeros de galera y bastón ni señoras de largo, sino un grupo de inmigrantes judíos, traídos por la Fundación del Baron de Hirsch.

La historia de los inmigrantes judíos que llegaron al hotel es extraña y desafortunada. Eran inmigrantes que tenían como destino Entre Ríos, pero los mandaron al hotel porque se sospechaba que en el barco hubo un brote de fiebre amarilla. Otras versiones dicen que un vendaval los sorprendió en la entrada del río de La Plata y debieron desembarcar en Mar del Sud. Llegaron el 15 de diciembre de 1891.

Como las tierras que les habían prometido en Entre Ríos no estaban listas la solución transitoria fue enviarlos al hotel. Era un centenar de “pampistas” (llegaron en el vapor francés “Pampa”), judíos rusos que luego de cruzar todo el Atlántico fueron los primeros pasajeros accidentales. Cuando las 60 carretas llegaron, los inmigrantes levantaron sus ojos al cielo y lloraron de alegría, agradeciendo a Dios por su misericordia.

Pero lo que parecían vacaciones estivales entre tantos infortunios no lo fueron tanto. El mar fue testigo del gran drama cuando un tornado, propio de una escena del apocalipsis, se abatió sobre la comarca sembrando la tragedia. Algunos inmigrantes adultos murieron, y acá viene lo macabro: el mito marsureño afirma que durante muchos días estuvieron insepultos en el sótano.

Días después se desató una epidemia que no tuvo piedad con los chicos del contingente. En realidad, nunca se supo si fue tifus, gripe o psitacosis pero fueron enterrados en la ribera del arroyo La Tigra que está a unos metros del frente del hotel. Se habló de 20 muertos. Las lápidas se han perdido. Nadie honra su memoria, pero siguen allí.

Más muertes en el hotel maldito

Con los años, algunos exploradores juveniles ocasionales descubrieron huesos humanos. La mayoría de chicos. El hotel debutó con 80 familias que venían hambreadas y perseguidas en Europa. Uno de los salones del hotel funcionó como sinagoga. Y hasta hubo casamientos. Estas historias me las fue contando su dueño -o al menos, así se presentaba él-, Eduardo Gamba. El último pasajero de ese hotel fantasmal.

El hotel en su esplendor (Museo de Miramar)
El hotel en su esplendor (Museo de Miramar)

Cuando lo vi, vivía solo en un hotel de 100 habitaciones. Gamba es un gran relator de historias y leyendas. Es el hotel que habla por su boca. Personaje seductor y seguramente embustero que fascina con su voz y el corte anguloso de su rostro surcado por las arrugas del tiempo y la sal del océano. Hoy tiene 93 años.

Pero el hombre fue un galán. Me mostró fotos de antaño, caminando en la arena, tomando baños en el mar, con su novia. Dije que es la voz del hotel, porque hay una rara simbiosis entre él y ese enigmático edificio. Como nada le es ajeno, les relata las historias a turistas casuales que se acercan a esa mole en ruinas.

Él es un personaje complejo, que primero llegó como turista. Y se quedó a trabajar, y a vivir. Su trabajo era proyectista de cine. Salía de gira por pequeños pueblos bonaerenses para llevar el séptimo arte. Y pasaba películas por las noches a los pasajeros del Boulevard Atlántico. El hotel lo hechizó. Y nunca se fue.

Conoció a una cantante que tenía un repertorio en francés y se enamoraron. Montó un cine en uno de los salones y ella hacía su show imitando a Edith Piaf. Todavía muestra viejos afiches de mediados de los 70, que anuncian películas como La Maldición de los Zombies y La Noche de los pistoleros. Ya por entonces, había huéspedes alados en ese hotel, que había entrado en un tobogán inexorable.

“Se cruzaban los murciélagos delante de la pantalla, muy fellinesco”, me dijo. La anécdota pinta de cuerpo entero a Gamba. Hasta que en 1974, Gamba compró el hotel o lo alquiló, eso nunca quedó claro, y empezó a administrarlo como podía.

Mabel

La segunda vez que lo vi, un verano, estaba acompañado por Zippo, su perro rengo, y cobraba unos pesos por un tour para enseñar los salones y los recovecos de ese hotel maldito. Gamba, hoy, es dueño de toda la manzana donde se levanta el Boulevard Atlántico Hotel. Eso me dijo, por lo menos. Y regentea unas cabañas mínimas en ese predio. Pero del hotel soñado por el fundador, no queda nada.

El hierro de las rejas está corroído, las paredes descascaradas. El techo se desmoronó por las tempestades. Uno entra a los viejos salones y se escapan volando bandadas de palomas. Y se respira un olor fétido en pasillos y cuartos. Perdió el esplendor de otros años, pero mientras funcionó tuvo una clientela fiel, de todos los veranos. Las palmeras del frente, en el boulevard, y las del patio interno, tienen más de 120 años y ya sobrepasan los techos.

Hubo, en algún tiempo del cual ya no tengo memoria, una tarotista, una horoscopera, que era muy solicitada por las jóvenes para averiguar el destino de sus romances playeros estivales: Albertina vivía en el hotel, entre pronósticos y valses que escuchaba al atardecer en un viejo piano de cola, que tocaba un moreno de Senegal que había recalado allí después de haberse bajado de un barco pesquero en Mar del Plata. También murió un día. Y ya no hubo más horóscopos.

Es que, no sé si lo sabés, pero hay gente que pasa su vida viviendo en hoteles. Eduardo Gamba es uno de ellos: llegó un verano de 1948 como proyectorista de cine y ya no se fue más. ¿Por qué? El amor. Hubo una mujer, María Elizabeth. La joven que imitaba a Piaf era muy atractiva. Hija de padres franceses, actuaba bajo el nombre artístico de Mabel Dupont. A ambos se los ve, en el mar, jóvenes, vitales, bellos, todo el mundo por delante, toda una vida de felicidad. El proyectorista de cine la enamoró.

Con Mabel Dupont se casó, dice. Y vivían en verano: en marzo se iban a Europa y regresaban en diciembre. Los buenos viejos tiempos. Pensá lo que quieras, pero ese hotel, es como que esperaba su tiempo para cobrarse otra víctima… Y así fue. Él no lo dice, pero ella tuvo un final trágico: se ahorcó en la habitación número 32 del hotel.

La cúpula del Boulevard hotel (Imagen Flickr).
La cúpula del Boulevard hotel (Imagen Flickr).

Una tras otra, el hotel está lleno de desgracias. Igual, los veraneantes más audaces, favorecidos por las leyes de Perón, seguían llegando. En 1946, Mar del Sur todavía era un páramo, pero el hotel se destacaba en la inmensidad. No era demasiado lujoso, porque ya, había abandonado los sueños de los primeros tiempos, pero sí estaba bien puesto, con un restaurante bien servido.

Drácula, los nazis y los piratas

Sus pisos estaban cubiertos de grandes alfombras coloradas y las mucamas vestían de impecable uniforme negro con delantales blancos de broderie. Dos grandes comedores albergaban a más de 250 comensales que cenaban a la luz de las tulipas de vidrio redondeado y enormes ventanales que daban a la única y principal avenida del pueblo.

Mabel tuvo un final trágico: se ahorcó en la habitación número 32 del hotel.

En 1974, Gamba alquiló el edificio y de algún modo, lo mantuvo funcionando como tal hasta 1993, año en que fue usurpado. Es un hotel plagado de desventuras. Pero más que nada… ¡vamos! él buscaba en el sótano el supuesto tesoro nazi. Porque siempre se habló de los desembarcos de nazis a bordo de submarinos -con el propio Hitler incluido- en las costas de Mar del Sur. Pero no encontró ningún tesoro. No pudo hacerse rico.

El viejo hotel seguía en la espiral de la decadencia: fue rematado, padeció un voraz incendio, vivió años de usurpación, fue guarida de contrabandistas y narcotraficantes. Y hasta hubo trata de personas: el desvencijado hotel fue testigo de amores de ocasión, una suerte de lupanar en ruinas que terminó por agotar su glamour inexorablemente.

La banda que se apoderó del Boulevard Atlántico en 1994 lo utilizó para contrabandear mercadería desde modernos barcos pirata que se acercaban de noche a la costa. Hubo un asesinato en sus lóbregos pasillos. Un ajuste de cuentas donde estuvieron narcos involucrados. La víctima fue el panadero socialista y presidente de la Cooperativa Eléctrica del pueblo, Héctor Rubí González. Otra maldición más para el rosario de desdichas.

Pero falta todavía saber la íntima relación de Eduardo Gamba con ese gigante dormido. Para muchos cineastas, es un lugar espectacular para el espanto. Y descubrieron que el Boulevard Atlántico Hotel no solo era una buena locación para el terror sino además que su único habitante era un buen actor necesitado de trabajo y de dinero.

El hotel resiste el paso del tiempo, así como está, inerme, con solo su dueño como guardián, y, tal vez… la ayuda de los fantasmas que lo habitan.

El hombre, a su modo, colabora y se divierte jugando a ser actor. De hecho, a cambio de unos pesos y de algún deseo oculto, se convirtió en actor de un mediometraje de terror, donde una parejita joven acude a un hotel en ruinas y el que atiende es un vampiro, un Drácula con capa y colmillos: que no es otro que el propio Gamba, que no lo hizo nada mal.

Monumento al olvido

Tiene más historias el hotel… Y como estaba flojo de papeles siempre anduvieron revoloteando los abogados, como las palomas del entretecho. Gamba no la pasó bien. Siempre estuvo acosado por papeles poco claros, el apetito de improbables herederos, títulos truchos, auxilios y subsidios del Estado, para que toda puesta en valor terminara en la nada… o sea: esas cosas tan argentinas.

En algún momento, un médico ensayó la idea de hacer una clínica pero no prosperó. La justicia le devolvió el hotel tres años después de la usurpación, pero él ya no pudo devolverle el viejo esplendor. La melancólica mole de dos pisos con 100 habitaciones, con balcones en cada una de las ventanas superiores resiste el paso del tiempo, así como está, inerme, con solo su dueño como guardián, y, tal vez… la ayuda de los fantasmas que lo habitan.

Una imagen del hotel Boulevard (imagen Flickr).
Una imagen del hotel Boulevard (imagen Flickr).

Ahora, Gamba tiene 93 años y sigue viviendo en ese pintoresco pueblo costero de 500 habitantes. Tiene el don de contar, pero uno no sabe si relata verdades o mentiras. Eduardo es un locuaz narrador. Pero él es el alma de esa mole, es su magia. Como un aristócrata en ruinas. Él cuenta el hotel, lo habita, lo vive, lo sueña. Es el guardián de la nostalgia.

El hotel es el monumento al olvido. Tiene casi 130 años. Apenas se adivina en la facha el estilo neoclásico, milagrosamente todavía en pie. El hotel nació con mala estrella. Aunque fue declarado monumento histórico municipal desde 1988.

Así, es un lugar mágico, lleno de misterio. En 1993, un incendio le dio la última puñalada. Sus puertas cerraron definitivamente. Siguió viviendo Gamba, el último pasasjero. Algunos lo acusan de fabulador, otros lo reivindican otorgándole el alma del propio hotel. “Acaso el hotel desde su origen ha estado maldito”, me dijo Gamba, resignado, como un ermitaño de la costa.

Y le dije: “Usted es su único habitante, eso nos habla de la mala estrella que lo acompañó desde siempre. Y que lo marcó a usted y su vida. Tal vez en otro lado usted pudo haber sido feliz”.

“No creas”, respondió. “Para mí, es lo más importante de mi vida. Yo me entiendo con el hotel. Parece muerto, pero lo siento vivo. Siento que me habla. Somos uno, él y yo”.

– Sin embargo -le dije, mirando el desastre de los alrededores, los escombros, el vuelo de las palomas- no parece tener vida… salvo usted, Eduardo.

”Ahora mismo, te está hablando el hotel, no yo”, concluyó, enigmático.

La perlita

Pero hay más historias relacionadas con el Boulevard Atlántico. Es una fuente inagotable de leyendas. Como las del arribo clandestino, subrepticio de nazis en submarinos en la costa durante la Segunda Guerra o al finalizar la misma. Con tesoros a bordo o jerarcas perseguidos por sus crímenes. Todos conocen en la aldea costera a Eduardo Gamba, el ultimo pasajero del hotel en Mar del Sud.

La última vez que lo vi, hizo un asado en uno de los pocos lugares que no estaban cubiertos por los escombros. Recuerdo que desenrolló un papel manteca, de esos de arquitectura con el diseño de su hotel.

Me dijo: “Yo no podré verlo, pero algún día volverá a ser como antes”, señalando y golpeando los dibujos con el dedo índice y mirando después hacia la planta superior de ese edificio en ruinas.

Después de recordar con nostalgia a su mujer Mabel Dupont se quedó mirado desde una de las barandillas hacia el mar cercano, que iba y venía, bañando la costa. Sabía emplear no solo el misterio, sino las frases adecuadas para demostrar que ese sitio tenía un solo dueño. Y que era él. Dueño del hotel maldito, donde muchas muertes hubo, pero que, arruinado y todo, se resistía a morir.

Me dijo, al despedirnos, casi literariamente, y a sus 93 años:

“A veces no sé si estoy vivo realmente… o si vivo dentro de un sueño del hotel”.

Fuente: TN