Estados Unidos y Corea del Norte: crónica sobre abismos con final futbolero

Estados Unidos y Corea del Norte: crónica sobre abismos con final futbolero

La crisis es un callejón. Las opciones que cita Donald Trump son pocas y todas difíciles.

Corea del Norte y Corea del Sur libraron una guerra sangrienta a mitad del siglo pasado, cada uno en su lugar, en nombre del este y del oeste, que culminó con un armisticio firmado el 27 de julio de 1953. Nunca hubo un tratado de paz. Hoy, 64 años después, los dos países siguen en algo más que técnicamente en guerra, si se tiene en cuenta la ardiente contienda fría que los enfrenta desde entonces. A partir de aquel acuerdo y su levedad, Estados Unidos aplicó sanciones que nunca cedieron al margen de las idas y vueltas de la compleja relación establecida por la dictadura norcoreana con el resto del planeta, su aliado chino, incluido.

Es por eso que la pequeña república dinástica, al margen de los reduccionismos occidentales sobre una supuesta locura que imperaría entre sus mandos, se ha estructurado como una Esparta que solo entiende el diálogo mostrando los dientes. La vaporosa doctrina Juche, creada por Kim Il-sung, padre de la dinastía y abuelo del actual dictador Kim Jong-un, es una coartada de pretencioso pensamiento filosófico, religioso e ideológico para sostener su punto principal, el Songun, que proclama que “el aspecto militar es el más importante de la política”. El concepto lo rodea un principismo mesiánico que va desde el voluntarismo a una exaltación del patriotismo como identidad excluyente del ser nacional.

El colofón de todo ese armado es cualquier cosa menos retórico. El ejército norcoreano cuenta con 1,1 millón de miembros en servicio activo. La reserva y las fuerzas especiales comprenden otros 6 millones de efectivos. Esos números lo colocan en el cuarto o quizá aún mas elevado lugar entre los ejércitos de mayor tamaño en el mundo según los analistas de ese campo. Toda esa estructura se despliega en una región mínima que va desde Pyongyang hasta el paralelo 48 que, desde aquel armisticio, corta en dos la península coreana. La cereza en esa torta es el desarrollo tecnológico alcanzado en los últimos años por el régimen con cinco pruebas nucleares cada una en grado superior y la sexta en proceso de realizarse en un plazo no determinado pero breve. También, la estructura misilística que ha exhibido un avance notorio hasta el nivel de alcance intercontinental, constatado por la capitales occidentales. La etapa siguiente, que escala la alarma, es la miniaturización de un artefacto atómico para colocarlos en la ojivas de esos proyectiles, objetivo ya logrado, según The Washington Post.

Durante parte de estos años de tensión ha operado un sistema de negociación a seis bandas de relativos resultados que involucró a las dos Coreas, China, Rusia, Japón y EE.UU. Ese dialogo se hizo sobre el camino que construyó con espíritu pionero en octubre de 2000 la entonces canciller norteamericana Madelaine Albright, la primera funcionaria de esa jerarquía en visitar el extravagante reino comunista del norte. Hubo cinco rondas de conversaciones entre 2003 y 2007.

En medio de esas reuniones se produjo la prueba nuclear de 2006, tras la cual, finalmente, cuando gobernaba Norcorea el dictador Kim Jong-il, hijo del fundador del modelo y padre del actual líder, Pyongyang acordó cerrar sus instalaciones atómicas. Lo hizo a cambio de recibir energía y provisiones, conformando lo que Seúl definió como el plan Amanecer o Sunshine. En la práctica era un planteo extorsivo, según el cual el norte mostraba la espoleta de la bomba como condición para ser tenido en cuenta. Todo eso terminó en el 2009 debido a que el régimen nunca cesó su desarrollo misilístico y, como se comprobó luego, tampoco el nuclear. Los pocos puentes que aun quedaban en pie se derrumbaron cuando en 2011 asumió Kim Jong-un quien profundizó hasta extremos nunca vistos la noción de la ruptura como arma estratégica. Regodeándose, además, con el dato por ahora nítido de que el tiempo juega a su favor.

Cuando Donald Trump afirma que están todas las opciones sobre la mesa, pero que el diálogo ya no tiene sentido, por un lado aparta de la posible solución a China que insiste en que se regrese a la mesa de las seis bandas. Y, por el otro, construye la ventana militar como el abismo inevitable. Aquellas alternativas sobre la mesa son un puñado mínimo. Una es la aceptación de que Corea del Norte es ya una potencia nuclear con capacidad bélica y adecuar el tablero geopolítico a esa realidad. Pero es dudoso. La imprevisiblidad del régimen aumenta el riesgo de que acabe convertido en una usina de tecnología letal para enemigos no solo de Occidente.

A favor de esa alternativa, sin embargo, opera el sur de la península temeroso de las consecuencias terribles de un conflicto. Seúl se opone con firmeza al crecimiento de la fuerza militar norteamericana en su territorio e incluso ha detenido temporalmente el despliegue del sistema antimisilístico y de espionaje Thaad que ha preocupado especialmente a Beijing. El ex asesor, estratega y amigo de Trump, el supremacista Steve Bannon, acaba de reflexionar, esta vez con criterio, que no hay solución militar para la crisis norcoreana. Pero, por cierto, coherente con las ideas de su jefe, reduce a una distracción este litigio y pone a China en el blanco sobre el cual habría que concentrarse. “Debemos concluir que ellos están en una guerra económica y quieren aplastarnos. En 25 o 30 años uno de nosotros será un hegemón y es respecto a ellos si seguiremos por ese camino”, sentenció hace poco proclamando que se escalen las sanciones contra Beijing para que quede claro blanco sobre negro con quien hay que pelearse.

Bannon sabe que una guerra contra Norcorea detonaría un choque irremediable con China, pero los costos serían un lastre político. David Maxwell, ex coronel y analista de la Universidad de Georgetown, estima que en un eventual enfrentamiento entre EE.UU. y el norte coreano, habrá 64 mil muertos en las primeras 24 horas; 400 mil en la primera semana y dos millones en tres semanas. Esto sin incluir los efectos del poderío nuclear y químico del régimen. Ese saldo es el que ata las manos de Washington. O debería atarlas.

Las otras opciones son ataques quirúrgicos para liquidar a la dirigencia del régimen que incluiría a la ahora célebre madre de todas las bombas de pasmosa destrucción subterránea. Si en algo se han especializado los norcoreanos es en el uso de túneles para mantener a salvo sus estructuras de mando, laboratorios y arsenales. Pero, cualquier amenaza que se vea certera implicaría que el régimen dispararía primero. Aquella montaña de cadáveres sería en Seúl donde hay 10 millones de habitantes, imposibles de ser completamente protegidos y sin tiempo, por parte de las fuerzas norteamericanas, para neutralizar a tiempo la artillería convencional de Pyongyang. Una última opción sería una invasión clásica y total del norte, pero eso requeriría semanas de visible preparación con movimientos de tropas, buques, y logística y de vuelta con el resultado previsible de un ataque anticipado.

La alternativa de que un cisma en el régimen acabe por definir este enfrentamiento sin salida, debería ser descartada. Corea del Norte ha existido en un esquema sin paralelos de manipulación psicológica interna y aislamiento por más de medio siglo. Un solo ejemplo, apenas banal, revelado por la revista Marca, alcanza para comprender el extremo de ese encapsulamiento. Según Pyongyang, el mundial de fútbol de 2010 no lo ganó España sino Portugal. El seleccionado luso había derrotado al combinado de Norcorea por 7-0. Cuando el marcador iba por los cuatro goles, el régimen suspendió la transmisión. Nadie supo cómo término realmente el encuentro. Pero lo notable es que la narrativa oficialista sostuvo que el torneo lo ganó Portugal porque sólo un campeón tendría el mérito de derrotar a su gente. Como diría el genial Miguel de Cervantes “la verdad adelgaza”.

Copyright Clarín, 2017.

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